Con la mirada herida llevamos tiempo presenciando cómo el Gobierno catalán ha ido echando al fuego su desprecio por las reglas de convivencia españolas y europeas. Ha alimentado una hoguera con promesas infantiles de una Arcadia en solitario, con graves falsedades sobre su posición en la Unión europea y un sin fin de incoherencias. Es cierto que también sentimos un poco de consuelo, como si hubiera llovido, al ver el domingo pasado a tantas personas por las calles centrales de Barcelona con banderas constitucionales. Sin embargo, los pirómanos han avivado el incendio al celebrar una sesión en el Parlamento catalán con el fin de anunciar su independencia. Desatendieron el contundente Auto del Tribunal Constitucional (5 de octubre) que había adoptado, entre otros acuerdos, la suspensión del pleno del Parlamento catalán convocado para valorar el referéndum ilegal e impulsar sus consecuencias, Auto que incluía de manera inteligente la advertencia de que serían nulas cualesquiera otros acuerdos o vías de hecho que contravinieran tal suspensión.
Es muy grave la situación. De ahí que muchas voces insistamos en la necesidad de acopiar todos los esfuerzos para defender la Constitución y utilizar los instrumentos en ella alojados. En particular, el artículo 155.
Nada ha de asustar invocar tal disposición pues se trata de un precepto muy similar al que existen en otros países descentralizados, caso por ejemplo de Alemania (artículo 37 de su norma fundamental) o Italia (art. 126 de su Constitución). Un precepto que puede aplicarse de manera directa, como ocurre con otros, sin que sea necesario su desarrollo por una concreta Ley. Y es que el supuesto al que atiende, a saber, que una Comunidad Autónoma no cumpla con sus obligaciones constitucionales o que “actuare de forma que atente gravemente al interés general de España”, son circunstancias suficientemente raras y excepcionales a las que no conviene encorsetar en las leyes. De ahí también la amplitud de sus términos. No existe ambigüedad sino conciencia de que hay que contar siempre con recursos adecuados que sirvan de cierre de protección del sistema. De que, aunque se espere que los responsables públicos sean leales y honestos, se trata de humanos con pasiones y sus vicios y delirios pueden causar graves incendios. Los federalistas norteamericanos decían que había que legislar para “los demonios”.
Lo ocurrido el martes pasado colma los presupuestos exigidos para utilizar tal precepto porque ya hace años el Tribunal Constitucional declaró la inconstitucionalidad de declaraciones similares, ya que no hay “tribus soberanas” que puedan imponer su decisión al conjunto de la ciudadanía (sentencia de 25 de marzo de 2014).
Por ello hace bien el Gobierno de España en requerir al presidente autonómico para que aclare su posición y retorne a la legalidad española. Confiemos que se haya fijado un plazo breve para que conteste a tal requerimiento, porque todo retraso agrava la inseguridad jurídica, social y económica. Si tal actitud persiste, subirá a la escena del protagonismo el Senado, cuyo reglamento precisa que una Comisión requerirá documentación y alegaciones al presidente autonómico para su análisis (art. 189). Y tras esos trámites, se celebrará un pleno en esa Cámara que deberá aprobar por mayoría absoluta las medidas presentadas por el Gobierno.
Diversos pueden ser los instrumentos de control porque el texto constitucional es suficientemente abierto para extender los puntos de agua que apaguen los fuegos. Así: designar interventores que supervisen la actuación de los funcionarios autonómicos; dar instrucciones a las autoridades; nombrar una Comisión gestora que se ocupe de despachar los asuntos y expedientes ordinarios o, incluso, suspender de manera provisional a determinadas autoridades. Medidas similares se describen por los comentaristas del artículo 37 de la Ley fundamental de Bonn (Maunz-Dürig-Herzog, por ejemplo). Es más, me parecería oportuna también la interrupción del envío de los fondos que periódicamente remite el Estado para que sean los propios funcionarios estatales los que abonen el coste de los servicios públicos sanitarios, educativos, de transporte y tantos otros a los que todos los españoles contribuimos. Incluso sería posible la asunción de la propia hacienda autonómica porque ha de protegerse el interés nacional y garantizar el crédito y la solvencia internacional.
Tendremos luego que abonar bien y regar tanta tierra arrasada. Nos llevará tiempo y todos deberemos aprestar nuestras energías. Pero lo que ahora urge es apagar el incendio.
(Artículo publicado en Expansión el día 12 de octubre de 2017).