Lógica indignación han originado en Europa las noticias relativas al programa PRISM de la Agencia de seguridad americana, que tanta información almacena. En las Constituciones europeas es elemento común la protección de la intimidad y de la libre expresión, lo que también es acogido por el Convenio europeo de Derechos Humanos y amparado por el Tribunal de Estrasburgo. Sin embargo, en los Estados Unidos de América hay un coloreado mosaico de disposiciones sectoriales que precisan en cada ámbito concreto -comercial, financiero, de comunicaciones, etc.,- el marco de cómo han de garantizarse los datos personales.
El enojo en Europa es serio aún conociendo esas diferencias. Escuchamos a las autoridades americanas invocando sus leyes para perseguir esa información privada. Ofrecen como justificación que se trata de un medio de lucha contra el terrorismo. Pero debe rechazarse en los términos en que se produce, esto es, con carácter general e indiscriminado, sin ningún control judicial previo porque eso significa encerrarnos en un gran panóptico. Dudo, además, de que un sistema de continua supervisión de las comunicaciones y rastreo de nuestras andanzas a través de Internet consiga evitar atentados. Los expertos en almacenar información coinciden en su ineficacia. ¿Hemos olvidado ya la tragedia de Boston? Lo que es seguro, es que esa permanente vigilancia afecta a nuestros derechos e impide el libre desenvolvimiento de nuestra personalidad.
Junto a ese riesgo, este episodio nos debe llevar a tomar conciencia de la época que estamos viviendo. De que muchos de los instrumentos jurídicos que durante siglos han permitido garantizar la convivencia resultan ahora insuficientes ante nuevos problemas. Deberíamos tener en cuenta que se han evaporado muchas fronteras, que los límites geográficos están difuminados y que la clásica soberanía, que tanto relumbre tuvo en el pasado, emite ya intermitentes destellos. Causan, por ello, extrañeza algunos delirios consistentes en izar banderas independentistas y levantar nuevos muros territoriales para acotar un pequeñito patio autonómico en este mundo donde en aplicación de unas leyes lejanas, las norteamericanas, se quiere observar la ecografía constante de nuestros impulsos y palpitaciones.
Necesitamos un poder público con cierta entidad para defender los derechos más básicos de la civilización que conquistaron nuestros antepasados.
En tal sentido, muchos contemplamos las instituciones europeas como una buena posibilidad para intentar mantener la protección de los derechos fundamentales y de la libre civilización en la que nos desenvolvemos. Una Unión europea que, mínimamente integrada, podrá presentarse con una potente voz que se haga oír en el desconcierto mundial, en las negociaciones con otras grandes potencias, así como ante las poderosas empresas multinacionales. Este objetivo de defender las libertades y derechos de más de quinientos millones de ciudadanos europeos permitiría mantener el prestigio soñado por los fundadores de las iniciales Comunidades europeas que, no lo olvidemos, han conseguido durante décadas una convivencia pacífica y una envidiable protección social de ciudadanos libres.
Es cierto que algunos aspectos de su funcionamiento han de corregirse porque en ocasiones su labor aparece confusa ante la ciudadanía.
Un ejemplo es éste que ahora nos preocupa: la protección de la privacidad. Desde hace años se trata de reformar la normativa vigente, que parte de una Directiva europea de protección de datos de 1995, así como de otra sobre privacidad y comunicaciones electrónicas, cuya última redacción data de 2009. Algunas sentencias del Tribunal de Luxemburgo han matizado su aplicación pero ha sido especialmente el Supervisor europeo de protección de datos quien ha señalado las carencias de esa legislación, los riesgos existentes a través de Internet y la urgencia de su modificación.
Pues bien, después de convocar consultas públicas en las que pudimos participar los ciudadanos europeos, después de reuniones en comités, informes y más trámites a los que concurren académicos, expertos, empresas o asociaciones de consumidores, entre otros participantes, se ha preparado una propuesta de Reglamento. Y sobre ese texto siguen las reuniones y los informes de organismos como el Comité de regiones o el Económico y Social, por supuesto, el Supervisor de protección de datos, el Defensor europeo… El asunto es complejo porque debe existir un marco común para facilitar la actividad de todas las empresas que actúan en Europa, en el que se conjugue un adecuado sistema de protección, que no sea excesivamente gravoso de incorporar y que, a la vez, sea perfectamente comprensible para los ciudadanos. Un ejemplo: que no haya larguísimos listados de condiciones ora confusas ora muy técnicas que deben aceptarse y que pocos leen hasta el final. Lógicamente esa propuesta se debatirá en el Parlamento y en el Consejo de Ministros europeo. ¡Y todavía hay quien repite, supongo que sin mucha reflexión, que hay déficit democrático en las instituciones europeas!
Si la Edad Media propagó la idea de que “el aire de la ciudad hace libre”, para destacar las ventajas de la protección real frente a las sujeciones y servidumbres personales ante los señores feudales, puede ser hoy el aire del Derecho que procede de la Unión europea el que garantice nuestra vida privada. Reclamemos por tanto un aire de libertad a la Unión europea para defendernos de los vientos que pueden desencadenar otros poderes cerrados, ya sean grandes imperios o estaditos empinados en la peana de su pequeñez.
(Publicado en el periódico Expansión el día 27 de junio de 2013).