La sentencia del Tribunal Constitucional que acabamos de conocer y que ha estimado el recurso promovido por la Abogacía del Estado contra la Resolución del Parlamento catalán, que iniciaba el proceso de independencia, es un capítulo en esta agitada historia política que termina bien. Ha declarado su inconstitucionalidad con la unanimidad de los magistrados.
Los antecedentes son de sobra conocidos pues durante meses nos ha sorprendido y también alterado esa tendencia a despeñarse hacia la inseguridad jurídica y económica, a romper la estabilidad que ofrece la participación en una amplia comunidad europea… Ha tenido que permitirse que se celebrara una votación tan fuera de lugar para que se activaran instrumentos jurídicos y el Tribunal Constitucional diera prioridad a una respuesta que ayer conocimos. Y de la que deben resaltarse varias ideas. Dos primeras lecciones: una, que el Tribunal conoce también el ritmo presto para decidir, frente a la costumbre de unos movimientos tan lentos que se prolongan durante años. Dos, que puede actuar prescindiendo de las pesadas y torpes etiquetas de enfrentamiento entre “progresistas y conservadores” con que tantas veces se entorpece su necesaria independencia.
Más lecciones ofrece el pronunciamiento del Tribunal pues ha tenido que descender a recordar con sencillez los conceptos básicos que se explican en los primeros cursos de las Facultades de Derecho. Y es que se subraya que los acuerdos de una institución jurídica como es el Parlamento de Cataluña, cuando ha seguido un procedimiento, cuando manifiesta una voluntad de creación de una República ordenando al Gobierno la adopción de medidas y otras previsiones, es una declaración con efectos jurídicos y no una mera proclama de alegres intenciones o, como de manera vergonzante se alegó por el propio Parlamento, “una declaración de voluntad y de intenciones”. Hay que ser serios y exigir seriedad en el ejercicio de unas funciones tan relevantes en una sociedad civilizada como es la función representativa.
Entre otros conceptos básicos para nuestra convivencia jurídica, recuerda también la sentencia que es la Constitución la norma suprema fruto de la voluntad del pueblo español y que, en virtud de la misma, Cataluña es una Comunidad con un Estatuto de Autonomía. Es la Constitución el eje sobre el que ha de girar nuestro sistema democrático. En palabras de la sentencia “no es un límite, sino una garantía”. Porque el principio democrático, la participación política da impulso al movimiento y avance, pero todo ello dentro del radio de ese eje constitucional sin que pueda anularse o desplazarse con la invocación de un “mandato democrático” fruto de unas elecciones que han de garantizar el pluralismo político y la diversidad de opciones ideológicas. Hay que diferenciar bien los valores del pluralismo, de la participación democrática y no desconcertar con confusas mayorías que pudieran hacernos perder las conquistas de la civilización.
Otras lecciones rememora el Tribunal sobre las posibles revisiones y reformas constitucionales, porque poco hay perpetuo o eterno. Pero interesa resumir que esta sentencia pone buen punto final a un capítulo que debería ilustrar cómo seguir redactando y leyendo el libro de una historia de convivencia de personas libres e iguales.
(Publicado en Expansión el día 2 de diciembre de 2015).